Óscar Mora

Borges confinado

Artículo publicado en el número 22 de la revista Lletraferit.

Durante el tiempo que hemos estado confinados han florecido las recomendaciones literarias donde se narran situaciones análogas a la que estamos viviendo ahora: en todos los listados aparecían inequívocamente El Decamerón de Boccaccio, La peste de Camus o El hombre en busca de sentido de Viktor Frankl. No estoy seguro de que leer este tipo de libros sea la mejor idea durante un confinamiento, de hecho creo que es contraproducente. Sin embargo,en las primeras fases de la pandemia descubrí que era incapaz de concentrarme en la lectura. Hablando con algunos amigos me confesaron que les pasaba lo mismo, y que se habían refugiado en la relectura, así que seguí su consejo y busqué a uno de los autores que más felicidad me han proporcionado a lo largo de mi vida: Jorge Luis Borges. Hay pocas cosas originales que decir sobre un autor que, cuando todavía estaba vivo, contaba con una obra crítica cientos de páginas superior a su propia producción literaria. Los espejos, los tigres, los laberintos, la traición, las mitologías nórdicas… son temas recurrentes en su obra, y están sobradamente estudiados y analizados. Pero hay algo de Borges sobre lo que no hay demasiado escrito, y en lo que era un maestro: el del confinamiento. Solamente en los relatos, encontramos más de treinta situaciones de encierro físico o mental, de los personajes, del autor o del propio lector. Particularmente, creo que no se trata de una elección deliberada, sino la consecuencia lógica de su propia biografía. Recordemos: Borges viaja con su familia a Europa en el año 1914. No se puede decir que los Borges tuvieran buen ojo para la geopolítica, porque el estallido de la Primera Guerra Mundial les obligó a confinarse en Suiza, y esperar allí el final del conflicto. Atrapado en un país y una cultura que le eran ajenas, Borges se refugió en los libros durante todo ese tiempo, dando lugar en muchos casos a personajes inadaptados, fuera de sitio y que tampoco tienen un gran interés en encajar o liberarse.

La práctica totalidad de los personajes confinados de Borges aparecen en los tres libros de relatos que publicó entre 1944 y 1950: Ficciones, Artificios y El Aleph, que son también sus obras más conocidas y celebradas. Tal es el caso de los cuentos donde alguien está encerrado en una cárcel real: en «La escritura del Dios», un sacerdote precolombino pasa años encerrado junto con un jaguar, al que vislumbra durante unos segundos cada día:

LEER  La niña leona, de Erik Fosnes Hansen

«La cárcel es profunda y de piedra; (…) algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta (…) de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom (…) del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio».

A la mente del hechicero acude una revelación: el pelaje del jaguar esconde la escritura de un dios, y decide emplear todo el tiempo de cautiverio en descifrar qué hay escrito en él. La revelación sobre el personaje encerrado también es común: de alguna manera, otorga un sentido al encierro, le da un significado, aunque sea trivial y fatal en muchas ocasiones, Es lo que sucede en «El milagro secreto», en el que Hladík es condenado a morir fusilado. El reo lamenta no haber podido componer su última obra de teatro, y ese tiempo le es concedido haciendo que el universo se detenga cuando la bala está a punto de alcanzarle. Hladík escribe en su cabeza la obra completa, y cuando pone el punto final, la bala acaba con su vida.

Ambos confinamientos, el físico y el mental, están en «Funes el memorioso». En el cuento, Funes tiene un accidente que le postra definitivamente en cama, y que tiene un curioso efecto secundario:

«Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez».

Funes adquiere el don, que es una fatalidad, de recordarlo todo, absolutamente todo. Lo que es más curioso, y no sabría si llamarlo metaliteratura o metavida, es que Borges escribió este cuento en su cabeza, sin poder escribir ni una sola línea, mientras estaba postrado en una cama tras tener un accidente que casi acaba con su vida. No sabemos qué pensó ni sintió el autor en el tiempo que pasó en la cama, pero esos días fueron definitivos para su obra, ya que a partir de ellos fue cuando empezó a escribir relatos de temática fantástica, que son habitualmente la puerta de entrada a su literatura y los que le han granjeado la fama. El mismo año en que publica «Funes el memorioso» ven la luz otros tres relatos con personajes encerrados: «La lotería en Babilonia», «Las ruinas circulares» y «La biblioteca de Babel». En el primero, las penas de cárcel son asignadas azarosamente; en el segundo, un personaje no sabe que es invención de otro hasta las últimas líneas, y en el tercero los bibliotecarios están atrapados en un edificio infinito cumpliendo una función que no tiene sentido. En los tres nos está mostrando que el confinamiento también puede ser fruto de la crueldad del azar, y que no es necesario darle un sentido al encierro. Los encierros mentales se completan con «El inmortal», donde precisamente el don de no poder morir se convierte en una cárcel. Podría añadirse «Deutsches Requiem», donde el narrador está metido en una cárcel real, pero por su relato comprobamos que ha llegado allí por estar en una encierro de la mente.

LEER  Los infinitos, de John Banville

Un escritor que usó tantas veces la figura del laberinto tenía por fuerza que utilizarlo para encerrar en él a sus personajes. «La casa de Asterión» muestra a un minotauro humanizado; en «Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto» el personaje construye un laberinto para encerrarse a sí mismo; y el brevísimo «Los dos reyes y los dos laberintos» ofrece el peor de los encierros en un laberinto sin paredes ni puertas.

Dejo para el final el más extraordinario de todos: aquel en el que un personaje que se llama Borges es invitado a contemplar el Aleph, y queda inmovilizado mientras frente a él, en el decimonoveno escalón de una escalera, ve el universo al completo en una de los párrafos más memorables de la literatura universal, y que termina así: «(…)sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo. Sentí infinita veneración, infinita lástima». Una vez que hubo comprobado que estamos encerrados en el universo, Borges pasó a sufrir un nuevo encierro, la ceguera, solo seis años después de escribir este texto, haciéndonos libres a los lectores mediante esta red de personajes confinados.