Óscar Mora

Piscinas vacías, de Laura Ferrero

El don de detener el tiempo   En las menos de doscientas páginas de “Piscinas vacías”, Laura Ferrero nos deja 26 cuentos cortos que son pedazos de vida sin acabar y, en algunas ocasiones, sin comenzar. La buena virtud de un cuento corto, y en el libro abundan los relatos de 4 o 5 páginas, es conseguir la atención del lector desde el primer momento, plantear una situación que suscite su interés o le sorprenda y rematar de una manera brillante o, al menos, redonda. Laura Ferrero rompe con esas reglas del relato, pero consigue en prácticamente todos cumplir con estos tres objetivos. Lo hace gracias a que en cada uno de los cuentos irrumpe en medio de situaciones con un alto atractivo narrativo, por lo que siempre deja descolocado al lector en las primeras líneas, algo aturdido hasta que se reconoce a los personajes o la situación ha perdido los bordes borrosos de la irrealidad. Renuncia a emplear fuegos de artificio o a giros sorprendentes en el desarrollo de los cuentos, haciendo todo lo contrario a lo que en un manual de escritura se recomendaría: congela el instante, se recrea en el momento del que hemos partido para darnos un pedazo de tiempo detenido que podamos disfrutar tranquilamente, renunciando a dejarnos con la boca abierta o a nuestra admiración por una prosa luminosa o brillante. Y cuando el lector espera que ocurra algo, cuando las últimas líneas van a llegar y los personajes o el narrador tienen que tomar partido en el relato, los finales llegan como dejados caer, leves, casi como una llamada de teléfono en la que perdemos la comunicación, pero no nos merece la pena volver a llamar porque ya todo está dicho. Son finales que recuerdan a los relatos de Anna Gavalda o de Miranda July, que no tratan de revelarnos nada o de concluir de manera lógica una situación, sino que son más como puertas que se quedan entreabiertas hacia una habitación donde no se nos permite acceder. Se trata de finales que son exactamente lo que los relatos de “Piscinas vacías” necesitan: la normalidad gris y aburrida de la vida. Aunque parezca paradójico, es francamente complicado contar en tres páginas un desengaño amoroso anodino, una historia de amor que le puede pasar a cualquiera (mejor dicho: que le ha pasado a cualquiera) o transmitir la fragilidad que se siente en la vejez. Dotar de interés y brillo a los lugares más oscuros de la vida es lo que consiguen estos relatos, a veces con mayor fortuna que otras. En esa zona gris de la realidad es donde está ocurriendo la vida de manera constante, y desde ahí es más fácil hurgar en el pecho del lector para que no quede indemne después de la lectura. Aunque se trate de relatos aislados, hay un perfil “medio” en los protagonistas de los mismos, más allá del sexo o la edad, y que tiene que ver con encontrarse en un momento vital incierto: Ferrero coloca a sus personajes (a veces al propio lector usando la segunda persona del singular) en umbrales donde no saben si deberían avanzar, retroceder o quedarse quietos, y les permite observar su ecosistema con temor y a veces incluso con reverencia, como si la vida no fuera con ellos. Como si lo más fácil fuera siempre no hacer nada. Laura Ferrero; Piscinas vacías. Editorial Alfaguara, 193 páginas. 15’90 € Reseña aparecido en el diario Información (suscriptores)

Los pasos del errante laberinto: 30 años sin Borges

  Los pasos del errante laberinto Cuando uno se adentra en el Cementerio de los Reyes de Ginebra puede ir allí en busca de la tumba de uno de los principales reformadores del catolicismo y encontrarse frente a la de “un hombre sin atributos”; dar vueltas tras la del inventor de la lingüística moderna, y acabar frente a la de una prostituta; o agotar los pasos tras la lápida de un Nobel de la Paz, para dar con ellos en la de una de las más clamorosas ausencias del Nobel de Literatura. Y es que Borges comparte el caótico espacio del Cementerio de los Reyes con Juan Calvino, Robert Musil, Ferdinand de Saussure o Ludwig Quidde. ¿Qué hacía Jorge Francisco Isidoro Luis (los nombres heredados de su familia son los que no han trascendido) Borges en 1986 en Ginebra, con 87 años y tan lejos de su hogar? La respuesta es sencilla y patética en el sentido más amplio de la palabra: había ido allí exclusivamente a morir. Él, que había prefigurado tantas muertes en el espacio mítico de la llanura de la Pampa, donde Juan Dahlmann empuña un cuchillo que acaso no sabrá manejar, quiso alejarse de la mitología arrabalera y de las pompas que le esperaban en el funeral de estado que sin duda habría tenido en su patria, y así se lo dijo a una María Kodama que todavía no era su esposa y que, cuando iniciaron el viaje a Italia y Suiza, no sabía que el autor no tenía intención de regresar a Argentina. Aunque estaba enfermo de cáncer, la causa oficial de la muerte fue septicemia, la misma que casi acaba con el citado Juan Dahlmann en el cuento que Borges consideraba como el mejor que había escrito: “El Sur”. Se despidió de la tierra rezando el padre nuestro en anglosajón, inglés antiguo, inglés, francés y español, pese a que no profesaba ningún credo, y solamente había confesado sentir fervor religioso en dos ocasiones: cuando se encontró en Islandia con un pastor pagano, y cuando conoció el taoísmo de primera mano en Japón.     Cuando Borges tenía 14 años, su familia viajó a Europa con tal tino que el estallido de la I Guerra Mundial les obligó a buscar la neutralidad de Suiza. En Ginebra fue donde el autor argentino cursó los únicos estudios reglados que podía acreditar, y por eso eligió la ciudad helvética para alejarse de todo pocos meses antes de fallecer. “Ginebra es una de mis patrias”, dijo en muchas ocasiones, junto con las citadas Islandia o Japón por sus leyendas, Alemania y Francia por sus letras, pero no Buenos Aires. El Buenos Aires que sirvió de patria al autor ya había desaparecido hacía mucho tiempo cuando él falleció, con sus malevos y compadritos, con las milongas y los tangos cantados en un patio en la última hora de la tarde. Una vez que se quedó ciego, su cuerpo siguió avanzando en el tiempo, pero su mente y su corazón se quedaron con los lugares queridos y reconocibles, los que había retratado en su primer libro de poemas, “Fervor de Buenos Aires”, un libro cuya reedición trató de evitar cuando logró la fama. Él, al que era habitual ver en la noche bonaerense recorriendo la ciudad a pie, empezó a viajar y a alejarse de ella al quedarse ciego.   “Es una tradición que la Academia sueca no me dé el Nobel, no sé por qué me lo iban a dar ahora”, decía cada año.   A pesar de haber recibido decenas de distinciones, doctorados honoris causa en los cinco continentes, premios literarios y todo tipo de honores, siempre se destaca que Borges no recibiera el premio Nobel. El propio escritor bromeaba con los periodistas que, el día que el premio se fallaba, se citaban en casa del autor. “Es una tradición que la Academia sueca no me dé el premio, no sé por qué me lo iban a dar ahora”, bromeó en alguna ocasión. Hay unanimidad en que a veces este tipo de premios realzan o culminan la carrera de un escritor, y en el resto de ocasiones es el premio el que obtiene lustre proveniente del autor premiado. En el caso de Borges, hubiese sido el segundo caso, si bien no hay unanimidad sobre las causas de que se le negara año tras año. Circula la historia de que el autor acudió a un recital de poesía donde el secretario de la Academia sueca recitaba su obra, y que en el cóctel posterior se burló cruelmente del mismo, por lo que el secretario bloqueó para siempre el galardón para Borges, aunque parece más probable que su ambivalencia política en los últimos años de su vida tuviera más que ver con la no concesión del premio. Han pasado 30 años desde que el autor argentino nos dejara, y en el caótico Cementerio de los Reyes siguen descansando sus restos, que felizmente no han sido objeto de repatriación pese a los intentos del gobierno argentino. Su tumba es una piedra toscamente labrada con su nombre y la inscripción “And ne forthedon na” junto al grabado de siete soldados medievales. La inscripción está en inglés antiguo y pertenece a “La balada de Maldon”: se traduce como “Y que nada temieran”. Los soldados están reproduciendo el momento de la balada en el que están a punto de enfrentarse a una muerte segura, muy inferiores en número al enemigo, pero se dirigen a la lucha con alegría. Borges creció escuchando las historias de sus antepasados militares, y tanto el recuerdo de esas historias como su sentimiento de culpa por no haber seguido ese destino y haber optado el más seguro de las letras están presentes a lo largo de toda su obra, desde sus primeros poemas hasta los últimos ensayos. La parte posterior de la lápida lleva escritos unos versos de una saga islandesa, pero no fue escogida por Borges, sino por su viuda, con los nombres en clave que él les dio … Leer más

Lo contrario de la soledad, de Marina Keegan

Hacer que todo suceda Marina Keegan se encontraba en mayo de 2012 cumpliendo un exacto destino literario. Se acababa de licenciar “magna cum laude” en Humanidades por la Universidad de Yale, había trabajado con uno de los popes de la literatura mundial, Harold Bloom, sus obras de teatro se representaban en los círculos más selectos, y ya tenía un puesto de trabajo esperándole en la más prestigiosa de las revistas literarias, The New Yorker. En ese momento, cinco días después de la graduación, sufrió un accidente de coche y su vida se apagó instantáneamente. Con tan sólo 23 años, su producción literaria era muy corta, pero también muy prometedora. Su familia y profesores decidieron reunir sus cuentos y ensayos en “Lo contrario de la soledad”, que es el texto que ejerce como prólogo y que se convirtió en viral a las pocas horas de la muerte de Keegan. Se trata del discurso que dio el día de su graduación, lleno de optimismo, ingenuidad y vitalidad. “Lo contrario de la soledad” es el texto que hace de prólogo del libro y se convirtió en viral a las pocas horas de la muerte de la autora Empecemos por lo más difícil: si Marina Keegan no hubiese muerto de manera tan repentina y trágica, es muy probable que este libro no se hubiera publicado y, en el caso de que hubiese visto la luz, no habría tenido la repercusión que ha tenido. Es completamente imposible iniciar la lectura, después de un emotivo prólogo de su familia y una de sus profesoras, sin tener en cuenta el dato de su trágica muerte, que se va repitiendo como un Pepito Grillo y martillea la lectura: cada vez que la autora hace un canto a la juventud, a la potencia aterradora de la era global en la que vivimos o en sus ficciones algún personaje –inevitablemente jóvenes y desorientados como la propia Keegan- un halo helado rodea el texto y nos remite a un coche destrozado en una cuneta. El ansia por aprovechar la vida que destilan muchos de los textos impide Si se supera esta primera resistencia, los textos que quedan nos enseñan la potencia de una brillante narradora. Es inútil hablar de influencias, proyecciones o carrera literaria. “Lo contrario de la soledad” alberga la paradoja de ser un libro vitalista, con narraciones y textos que animan a exprimir toda la potencialidad de nuestras cortas vidas, y a la vez es un texto que se cierra en sí mismo, de resultas de la imposibilidad de que la promesa de gran narradora se materialice. Los relatos de este libro se enmarcan dentro de un costumbrismo americano teñido por el ambiente naïf que aporta una escritora con un imaginario de gran potencia, pero todavía inmaduro. “Lo contrario de la soledad” se mueve  dentro de los escenarios en los que un hecho azaroso lo cambia todo por completo. Keegan parecía obsesionada por todo lo que no podemos controlar, por todo lo que vemos venir e inevitablemente configurará nuestro destino. Desconozco si hay más textos, y esta selección se ha hecho ex profeso con los cuentos y artículos que inciden en esta faceta. En todo caso, el libro queda como testimonio de que toda la potencia, belleza, y capacidad que podamos desarrollar tiene que ser lanzada hacia el universo, como propone el último de los textos, antes de que nos arrepintamos, antes de que sea demasiado tarde, antes de que, cito a la autora, ya no estemos a tiempo de “hacer que algo ocurra en el mundo”. Crítica publicada en el Diario Información (suscriptores) Marina Keegan, Lo contrario de la soledad. Editorial Alpha Decay. 203 páginas, 19’90 euros.