Óscar Mora

¿Cómo haremos para desaparecer?

A mediados de diciembre de 1926, Arthur Conan Doyle aparece en casa de una de sus médiums de confianza. Está agitado y tiene prisa. Cuando la mujer le atiende, el creador de Sherlock Holmes, que cree fervientemente en el más allá, el poder de las fuerzas telúricas y la comunicación con los muertos, le da un guante y le pide que localice lo antes posible a la dueña del mismo. ¿De quién se trata?, le pregunta. Pertenece a mi amiga, la escritora Agatha Christie. La médium sabe perfectamente quién es y que ha desaparecido, toda Inglaterra lo sabe, no hay rincón del país donde no se conozca la noticia de que Agatha se ha marchado sin dejar rastro ni avisar a nadie.

Llevo tiempo documentándome profusamente sobre dónde y cómo desaparecer. Esfumarme, quitarme de en medio, desvanecerme dejando una huella lo más tenue posible. Si algún día lo hago (el día que lo haga) sin duda trataré de encontrarme en la reunión secreta que celebran todos los escritores que alguna vez han conseguido el anhelo que Enrique Vila-Matas repite obsesivamente en la que quizá sea su mejor novela, «El mal de Montano»: ¿Cómo haremos para desaparecer? Un escritor es alguien que mira el mundo, que trata de poner sobre él una mirada diferente, y que después intenta escribir lo que ha visto ─en la mayoría de los casos se fracasa en este intento, y de eso va la literatura─, así que no es de extrañar que ese afán de aprehensión acabe haciendo que muchos aborrezcan el mundo, no quieran saber nada de él y traten de dejarlo de lado. ¿Fue eso lo que le ocurrió a Agatha Christie? ¿Fue dirigida a un limbo donde conoció a todos los autores que han hecho un beatus ille radical? Quizá salió espantada de la reunión, donde sería casi la única mujer, y por eso regresó con nosotros. En la puerta de ese selecto club la habría recibido el primero de todos, Lao-Tse. El filósofo oriental, una vez que llegó a la vejez, se hartó de la corrupción del mundo, se montó en un buey y se alejó por las montañas hacia el país de los bárbaros. Nunca más se le vio ni se supo de él, y a los guardias de la frontera les dejó el «Tao Te King», un libro que sirvió para fundar una religión.

En 1885, Ambrose Bierce escribió: «Existen diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en otras se desvanece por completo con el espíritu (…) decimos que el hombre se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que es de hecho verdad» en Un habitante de Carcosa. En 1913, Bierce cruzó la frontera para acompañar a las tropas de Pancho Villa en la Revolución mexicana. Sus biógrafos apuntan a que en esa época estaba decidido a suicidarse, como atestiguan las cartas a familiares y allegados antes de realizar el viaje en las que se despedía de ellos, dejando entrever que no regresaría. Según los testimonios de la época, Bierce murió en doce lugares diferentes, pero la realidad es que no hay una tumba donde llorarle o leer su epitafio (Epitafio, s. Inscripción que, en una tumba, demuestra que las virtudes adquiridas por la muerte tienen un efecto retroactivo, Diccionario del diablo). Solo cinco años después, en 1918, se encontraba en México el poeta Arthur Cravan, sobrino de Oscar Wilde. Poeta, boxeador, apátrida, cantante, duelista, falsificador… Está recién casado, y quizá a punto de abandonar la vida nómada, ya que espera un hijo. Su recién estrenada esposa viaja a Buenos Aires, e inesperadamente Arthur decide seguirla unos días después. Nunca más se supo de él, y no hay constancia ─aunque sí sospecha─ de que el barco hubiese naufragado.

LEER  Los infinitos, de John Banville

Después de estos tres encuentros, puede que Christie viese en la reunión de los desaparecidos a un hombre que fue libre, esclavo y libre de nuevo. Un jovencísimo Solomon Nuthorp acudió a una entrevista de trabajo, pero sus supuestos empleadores le drogaron y vendieron como esclavo. Consiguió su libertad doce años después, y fruto de su experiencia es el libro Doce años de esclavitud. Pleiteó largamente para ser resarcido, pero las leyes impedían testificar a los negros, y sus captores salieron impunes. Cuatro años después, tras dar una charla en Canadá, simplemente se esfumó. Hay quien dice que fue raptado nuevamente y vuelto a ser esclavizado, y quizá esta historia habría conmovido a Agatha, que volvería sus ojos al siguiente desaparecido, y quizá el más famoso de ellos: aunque parece que el misterio ya está resuelto, el autor del libro más traducido del mundo sobrevolaba ─pese a no tener ya edad para hacerlo─ el sur de Francia en su  Lockheed Lightning P-38 la mañana del 31 de julio de 1944. Nunca regresó a su base, y así es como Antoine de Saint-Exupéry se quedó sin una tumba sobre la que ser llorado. Parece cierta la teoría que dice que se desvió de su ruta y descendió de 10 000 a 2000 metros para poder sobrevolar el castillo de  Saint-Maurice-de-Rémens, lugar en el que pasó la infancia y donde era un blanco vulnerable para los aviones alemanes. Podríamos decir que al Saint-Exupéry adulto lo mató el Saint-Exupéry niño.

Al fondo de la sala, quizá Christie encontró charlando a dos jóvenes escritores. Por un lado, el autor armenio Khachatour Abovian: la primera persona que ascendió al monte Ararat, acompañando al investigador alemán Friedrich Parrot. Abovian fue el primer escritor en usar la lengua de su pueblo para escribir novelas y darle prestigio. Con 39 años, dos hijos y un notorio deseo de modernizar su país, salió a dar un paseo por la mañana y nunca más se supo de él. Puede que en esta reunión de desaparecidos la persona con la que estaba conversando fuera el argentino Alejandro Carrascosa, de 21 años. Este poeta, miembro del movimiento ultraísta y amigo de Jorge Luis Borges, estaba obsesionado por demostrar la existencia de los derechos sobre unas tierras merced a su bisabuelo militar. Fatigó la Biblioteca Nacional de Buenos Aires durante meses, en los que sus amigos describían su aspecto como alucinado y en constante tensión. El 22 de septiembre de 1922 quemó casi toda su obra y, sin avisar a nadie, se fue y nunca más se supo.

LEER  Instrumental, de James Rhodes

Horrorizada por el destino de sus compañeros, quizá fue ese el momento en el que Agatha Christie decidió regresar para comprobar que el operativo para localizarla incluía a unas 15 000 personas (algunas de las cuales llevaban ejemplares de sus obras para que se los dedicase si la encontraban), ministros, periódicos… y la médium de Conan Doyle. Registrada en un balneario con el apellido de la amante de su marido, Agatha no dio más explicación que una amnesia pasajera, porque claro, ¿quién iba a creer que había estado charlando con desaparecidos del pasado y del futuro?

 

Texto publicado originalmente en la revista Lletraferit.

Este text va ser utilitzat pel capítol L’art de desaparéixer del podcast Ferits de Lletra.